Crítica 05 jun de 2025 5o3o2w
POR CARLOS GARCíA-ARISTA
Sean Scully, Landline Sea, 2014. Óleo sobre lienzo | Sean Scully, Venice Stack, 2020. Cristal de Murano. Imagen cortesía de la Fundació Catalunya La Pedrera
¿Puede el minimalismo hablar de la vida? Carlos García-Arista reflexiona sobre cómo Sean Scully (Dublín, 1945) lo logra con color y franjas que esconden paisajes, duelos y viajes. La Pedrera acoge su exposición más grande en Barcelona con sesenta obras, donde el artista, exresidente en la ciudad, mezcla geometría y emoción.
El minimalismo no puede decir mucho de la realidad porque no la imita. Crea la suya a base de cuadrados y rectángulos. El ojo responde a una verdad innegable aunque limitada: la forma y el material del que está hecha.
Al minimalista Sean Scully (Dublín, 1945) le interesaba hablar del mundo real. ¿Cómo podía comunicar sentimientos sobre lugares y personas usando las geometrías más simples? La única manera que se le ocurrió —y no puede haber demasiadas— fue añadirles emoción con el color, a mano alzada. Los ortodoxos no se lo perdonaron porque buscaban sustituir el objeto de lujo del expresionismo por mecanos desmontables al alcance de cualquiera. Diremos, en descargo del irlandés, que millonarios son hoy los precios de uno y de los otros.
Probablemente, itir su juego con candor, desde el principio, le da a Scully buena parte de su estatura como artista. Es la constante en la mayor parte de las sesenta obras largas, entre pinturas, fotografías, dibujos y esculturas, de la exposición más extensa del artista que se ha visto en Barcelona, donde vivió catorce años.
Como casi todo buen juego, el suyo es en principio de una sencillez insultante, hasta el punto de que hay quienes —incluyendo, itámoslo, gente con criterio— se sienten insultados. La emoción corre a raudales y ofrece una buena pista de lo que pasa en el cuadro, pero el artificio se nota —¿y a qué artista no le sucede lo mismo?— en que cuanto más jugamos al juego de Scully y más sabemos de su historia, más nos revela la imagen.
Las piezas figurativas que abren el recorrido, Seated Figure y Figure in a Room, ambas de 1967, señalan su iración inicial por Matisse. Entre los mayores hallazgos del francés estuvo darse cuenta de que la potencia del color depende de su extensión. Un metro cuadrado de azul es más intenso que un centímetro cuadrado de otro azul idéntico, y eso afecta a las áreas de color en torno suyo. Scully aplica la idea en combinación con las bandas regulares del minimalismo y resultan armonías musicales o matemáticas, ritmos que convierte en un eco de su vida.
Su abstracción es abstracta solo a medias, por lo autobiográfica. Incluso en sus composiciones iniciales con cinta adhesiva hace referencias a la realidad: las retículas son puentes y vigas de la industrial Europa; las paralelas de Black on Black (1979), el horizonte que le esperaba en su nuevo hogar americano. A los pocos años de instalarse en Nueva York se dio cuenta de que la reducción minimalista llegaba al límite de lo materialmente posible y pasó a su visión personal de color intenso y superficie más física.
Empezó a trabajar con es ensamblados que retrataban los paisajes de su vida urbana, sus viajes y sus lecturas. En los cuadros de esa época aparecen —¿o habría que decir que continúan apareciendo?— unas nociones figurativas que genera con la sola ayuda de sus franjas marca de la casa. Imagínense el reto de contar el mundo, transmitiendo algo más y no algo menos que su apariencia, con un vocabulario limitado a la horizontal y la vertical en intervalos regulares. Puede haber un paisaje al fondo que contenga en sus tonos pardos y púrpura las noches africanas pasadas al raso en su juventud, o una trama urbana. Después el espacio se abre de repente con otro que es una ventana, o se añade un escalón. Hay relaciones de fondo y forma, de volumen.
Se atrevió incluso con una idea de figura humana, descrita sencillamente por el tamaño natural, encajada en el paisaje o queriendo escapar entre otras dos telas, en formato de tríptico. Y se atrevió con temas tan íntimos e infalsificables como la muerte.
En 1983 Sean Scully perdió a su hijo Paul, de dieciocho años, en un accidente de tráfico. Tiró los pinceles al suelo y no quiso volver a ponerse frente a un lienzo en tres meses. Para Empty Heart, la pieza dedicada a él que vemos en La Pedrera, incrustó un cuadro dentro de otro: la representación de un agujero y de lo que ocupaba ese agujero. En las bandas se sucede el negro terroso y un blanco gastado, con tintes rosa pálido y amarillento, que causa el efecto de haber contenido antes otros colores, drenado de vida.
Scully plasma en sus obras el cariño por su madre y la noche pasada en vela al cuidado de su otro hijo, Oisin, que tuvo a los sesenta y cuatro años con la artista Liliana Tomasko —una segunda oportunidad, suele decir en las entrevistas—. Las imágenes, sin dejar nunca de producir su impacto sensible, navegan, con un energizante amor al peligro, en diversos grados, entre la exigencia de una cartela que las descifre y la habilidad de decirlo todo a través de la vista. Dos posibilidades separadas por no mucho más que la intuición del ojo que mira.
El pintor nacionalizado americano se instaló en Barcelona en los noventa, alternando con estancias en Nueva York. Quien acuda a la exposición puede medir con conocimiento de causa, en los paisajes de tema local, hasta qué punto coinciden en su intuición las palabras y las imágenes, lo que sabemos y lo que vemos. Pueden ser una pista sus fotos, también presentes en la muestra, de fachadas en estado de abandono y de interiores expuestos por un derribo. El tópico muestra una ciudad mediterránea y luminosa pero a él también le sedujeron sus sombras, las calles estrechas de barrios duros como los de su infancia, el misterio que necesita su espíritu romántico y asoma en Barcelona Band of Light y Barcelona Dark Wall, ya de los primeros años del siglo.
La Pedrera demuestra de nuevo estar al quite al haber traído a Scully. No se puede decir que sea una exposición de riesgo —se trata de un artista celebrado en todas partes y hay un documental de 2020 que le acompaña en su avión privado por quince inauguraciones museísticas en un año—. Pero enlaza la historia artística de la ciudad con el presente, al completar el comisario Javier Molins un inteligente repaso a la carrera con piezas nuevas —nos aproxima, además, a su escultura, sobre todo las cúbicas, que le dan a sus patrones típicos un sentido de inevitabilidad y resolución.
Algunos de sus trabajos de la última década, todavía poco conocidos entre nosotros, presentan novedades. El artista se inclina en ellos a facilitar que nos fiemos de lo que vemos. Insinúa más elementos de la realidad, como si, por la persiana de sus lamas de color, se filtrase la luz. Las vetas de Landline Sea, parte de una serie extensa, se limitan a la horizontal y evocan los estratos del cielo, la tierra y el mar abrazados entre ellos, su peso y los espacios que dejan, con una enorme resonancia emotiva y atmosférica.
Un juego desinhibido, con unas reglas aún más fáciles, que coquetea con la deseada conexión directa con el público. La abstracción se pone el disfraz de lo concreto, para añadir picante, sin miedo de que se vaya a confundir nunca con la literalidad cotidiana. ¿Acaso no nos enseñó la pintura clásica, el momento cumbre del ilusionismo, no que el arte fuera perfecto o pudiera serlo, sino eso, un juego imperfecto, donde solo es posible avanzar sobre esa fina línea por la que transita Scully desde el principio, la que separa lo irrisorio y lo sublime, el truco de feria y la honestidad más radical?
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La exposición Sean Scully está abierta en La Pedrera hasta el 6 de julio de 2025
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