Actualidad 03 jun de 2025 5i443e
POR DIEGO DEL VALLE RíOS
Registro fotográfico de la residencia de La Hervidera en CASAFUNFAI cuidadoras, 2024. Imagen cortesía de Ruta del Castor
En tiempos donde el arte suele medirse por su valor de mercado o por su circulación en ferias e instituciones, la iniciativa de Ruta del Castor propone otra posibilidad: la del arte como dispositivo de convivencia, como medio para el cuidado mutuo y el encuentro intersubjetivo.
Ruta del Castor es una iniciativa cultural fundada en 2017 por Sofía Casarin y Andrea de la Torre Suárez, surgida como respuesta a las afectaciones que sufrieron comunidades vecinas a las fundadoras tras el terremoto en la Ciudad de México. Desde entonces, funciona como un «proceso experimental de vínculo con comunidades a través de dispositivos artísticos», en palabras de María Tovar, psicóloga clínica y comunitaria que forma parte del equipo. Con un equipo interdisciplinario compuesto principalmente por mujeres y disidencias con experiencia entre el arte, la psicología y el trabajo social. Ruta del Castor busca crear vínculos a largo plazo con comunidades, desarrollando dos líneas principales de trabajo mismas que se enfocan en el sostenimiento afectivo, la escucha activa y la transformación compartida: proyectos de arte público, y un programa de residencias artísticas.
Sus programas de arte público despliegan intervenciones que entrelazan activismo, memoria colectiva y experimentación social. Una presidenta adaptó el poema de Zoe Leonard con voces feministas mexicanas durante las elecciones presidenciales más recientes, mientras el Tianguis Queercuirkuir convertía consignas en serigrafías callejeras.
Proyectos como Yo echo para atrás las cosas malas, donde ingredientes se volvieron amuletos sonoros, y Barro: escritura inestable, colaboración con barrenderos de la ciudad formando un listado de palabras en asociación afectiva a su trabajo y entorno, muestran su enfoque colaborativo. Así mismo, intervenciones tales como la escultura modular Pabellón que proponía el objeto artístico como un espacio habitable y multifuncional, y la investigación mare-a-ndo sobre el agua como ente político completan su propuesta: intervenciones efímeras que cuestionan el poder, valoran saberes populares y construyen redes de cuidado desde lo cotidiano.
Sin embargo, Ruta del Castor ha encontrado su fuerza en su programa de residencias con espacios donde el cuidado es el centro de la vida cotidiana. El programa comenzó acercándose con Casa Cuna La Paz, institución religiosa dedicada al cuidado de infancias vulnerabilizadas. «Podría leerse como una guardería pero va más allá: buscan fortalecer el desarrollo integral de las infancias cuando sus padres y tutores, por cuestiones sistémicas, no pueden estar presentes del todo», relata esteban silva, artista y mediadore parte del equipo de Ruta del Castor. «Por lo que, en un inicio, recurrimos a visitas informales guiadas por artistas quienes detonaron juegos, talleres y convivencia resonando con las necesidades psicoemocionales de las infancias y apoyaran a las hermanas con los cuidados», añade.
Pero, entonces, llegó la pandemia. Con la llegada del COVID-19 y la cuarentena, las infancias dejaron de asistir a Casa Cuna. Pero en lugar de detenerse, el proyecto mutó. «Las monjas nos dijeron: ‘Vengan con nosotras, aquí estamos’», recuerda Tovar. «Sin infancias que cuidar, estas mujeres mayores, muchas en situación de salud vulnerable, expresaron la necesidad de ser reconocidas más allá de su rol monástico». «La motivación de acercarnos fue a partir de preguntarnos, ¿quién cuida a quienes cuidan?» Así nació una residencia con el artista Ramiro Chávez y la psicóloga María Tovar, centrada en las historias de vida de estas mujeres.
Chávez y Tovar propusieron una residencia basada en el barro como medio para reconstruir memorias y darle forma a la angustia. Durante ocho sesiones, las monjas moldearon tortillas de arcilla, rosarios, flores y otros objetos mientras compartían historias de su infancia. «El material les permitió hablar desde otro lugar —no como cuidadoras ni religiosas, sino como mujeres con sueños y juegos olvidados», explica silva. Las piezas resultantes se hornearon y exhibieron, pero el verdadero logro fue intangible: un espacio donde el arte operó como lenguaje común para el duelo y la escucha en torno a la salud mental en un contexto de pandemia. «Nos acompañamos unas a las otras a través del arte no como un producto, sino como un dispositivo de convivencia», explica Tovar.
Con la experiencia de Casa Cuna, la organización replicó su metodología en FUNFAI, casa hogar para hijos de mujeres privadas de libertad. Además de trabajar con las infancias, también se implementó un programa para cuidadoras. Las primeras sesiones revelaron que las cuidadoras, empleadas que vivían día y noche con los niños, requerían espacios propios de autocuidado y colaboración para hacer contrapeso al desgaste que supone su trabajo.
La intervención comenzó en los desayunos de los martes. Junto al colectivo La Hervidera, grupo de arteducadorxs. Se creó un mantel-bitácora donde las cuidadoras escribieron testimonios, dibujaron sus malestares y compartieron estrategias de supervivencia. «El mantel se volvió un archivo vivo —explica esteban—. Documentaba desde dolores de espalda hasta la frustración de entrenar a nuevas compañeras que abandonaban el trabajo en tres día». Ante el agotamiento por la rotación de personal, junto a las cuidadoras, La Hervidera creó un manual de cuidados que permitiría transmitir conocimiento sobre las labores al personal de nuevo ingreso, generando así canales de comunicación con futuras cuidadoras.
Después de ello, comenzó la residencia artística de Lucía R. y Fernanda Barreto, quienes profundizaron en las herramientas de autocuidado colectivo de la residencia anterior. Detectaron que muchas sufrían insomnio, estrés y contracturas por cuidar niñes todo el día. En respuesta, crearon un carrito de consulta y un huerto comunitario que les permitiría crear medicinas como tinturas y ungüentos de romero para el dolor muscular o información sobre ginecología alternativa.
Lo más revelador, sin embargo, fue cómo estas prácticas artísticas perforaron la jerarquía institucional. El personal istrativo, al ver los cambios en las cuidadoras, pidió sumarse a las sesiones. «Ante la erosión de los canales de comunicación oficial, el espacio inaugurado por las residencias permitió un encuentro no-institucional entre quienes ahí laboran para hablar más allá de la rigidez de las jerarquías. Actualmente nos encontramos en una segunda etapa donde el equipo istrativo quiere participar porque también tiene malestares», explica silva.
La práctica artística aquí se aleja radicalmente de la lógica de taller o de enseñanza. «No es dar un curso de comunicación para que la gente no se pelee», ironizan. Se trata de escuchar profundamente, detectar necesidades reales, acompañar procesos y construir desde ahí. La mediación no es un texto que acompaña una obra: es el corazón mismo del proceso de creación de mundos. En palabras de Tovar, «el arte permite acceder a otros lenguajes, salir del deber-ser capitalista, cuidar desde otro lugar».
En contraste con las residencias locales, otro ejemplo de la potencia de Ruta del Castor es Sembrando Humedad —coordinado con la artista colombiana Carolina Caycedo, donde se demostró la posibilidad que ofrece el arte para tejer alianzas globales. Realizado en abril de 2024, en Xochimilco, este proyecto de arte público reunió a 50 activistas, desde un colectivo queer de Goldsmiths University hasta defensores de ríos en México, Colombia y Los Ángeles.
Caycedo y les participantes diseñaron una serie de dispositivos relacionales donde el bordado se convirtió en herramienta de cartografía crítica y las conversaciones sobre ecología se entrelazaron con perspectivas feministas y decoloniales. «No se trataba de producir objetos exhibibles», explica esteban, «sino de hacer visible cómo todas estas luchas están conectadas y a partir de ello detonar el diálogo y la escucha».
Uno de los momentos más reveladores ocurrió cuando un participante de Huixquilucan descubrió que su batalla contra desarrolladores inmobiliarios era muy similar a la de activistas en Los Ángeles: «Pensábamos que éramos casos aislados, pero en realidad somos nodos de una misma red de resistencia», confesó.
El proyecto derivó en un segundo encuentro en Los Ángeles/Tovaangar titulado El Respiro, mismo que fortaleció estrategias «El arte aquí funciona como el detonador de un lenguaje común», reflexiona María. «Permite que lo político se experimente corporalmente, no solo se discuta teóricamente».
Lo más valioso de este proyecto de arte público fue demostrar que las divisiones entre arte, activismo y vida comunitaria son artificiales. Al crear un espacio donde diversas formas de conocimiento (desde lo ancestral hasta lo queer) podían dialogar desde la diferencia, Caycedo y Ruta del Castor mostraron que la verdadera potencia artística está en tejer redes de cuidado mutuo que trascienden fronteras y disciplinas.
Frente a un sistema del arte cada vez más estetizado, tecnificado y desvinculado del mundo social, Ruta del Castor apuesta por una ética del cuidado, por el reconocimiento de los saberes comunitarios y por el diseño de dispositivos de encuentro que habiliten posibilidades de transformación común. Más que intervenir, se implican. Más que enseñar, aprenden. Y más que representar, se vinculan. En ese gesto radicalmente sencillo —sentarse a desayunar con una criadora, modelar barro con una hermana, tejer palabras entre defensores del territorio— hay una forma otra de hacer arte: desde el borde, desde lo común, desde el cuidado.
Ahora, el reto que enfrenta Ruta del Castor es crecer sin burocratizarse. «Estamos constantemente reinventando la receta», iten mientras buscan profesionalizar su práctica para dar mayor autoridad a este tipo de proyectos interdisciplinarios. «El diálogo entre ciencias sociales y arte es clave, explica Tovar. Me encantaría normalizar que en hospitales y escuelas hubiera artistas como parte de la salud comunitaria, trabajando junto a psicólogos, pedagogos y médicos».
Su apuesta mantiene la flexibilidad: cada residencia y proyecto de arte público se adapta al contexto, y el equipo —donde psicólogas, artistas y pedagogas dialogan— evita jerarquías. «Si nos volvemos rígidas, será imposible continuar con nuestra misión social en torno al arte», sentencia Tovar, quien visualiza un futuro donde el arte ocupe un lugar protagónico en los espacios de salud y educación.
Con una década en el horizonte, buscan consolidar su experiencia en una publicación metodológica, pero sobre todo, reafirmar que el arte es un dispositivo vivo de convivencia. «Ruta del Castor es un cuerpo que debe mantenerse en movimiento», reflexiona silva. Tovar añade: «Porque cuando el arte y las ciencias sociales caminan juntas, no solo dignifican lo colectivo: transforman los lugares donde la vida sucede».
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