Actualidad 31 may de 2025 433g3j
POR MARISOL SALANOVA
Retrato de Donald Trump por Pari Dukovic, 2019. National Portrait Gallery, Smithsonian Institution
El despido de Kim Sajet destapa una verdad incómoda: en los museos, como en la política, la neutralidad es un espejismo.
A veces da la sensación de que algunos gobiernos preferirían que los museos fuesen mausoleos. Lugares callados, estáticos, donde la historia se presenta como un desfile de glorias inapelables, cuidadosamente desprovistas de conflicto. Donde las imágenes no planteen preguntas, sino que refuercen certezas. Y si algo ha demostrado la destitución de Kim Sajet como directora de la National Portrait Gallery de Washington, es que cuando una institución cultural empieza a hablar con demasiada claridad, a cierto poder le entra prisa por hacerla callar.
Sajet no era una recién llegada ni una figura ornamental. Su trayectoria es larga y sólida. Se formó en Australia, acumuló experiencia en el Philadelphia Museum of Art y en la Pennsylvania Academy of the Fine Arts y llevaba desde 2013 dirigiendo una de las instituciones más relevantes de Estados Unidos. Bajo su liderazgo, la National Portrait Gallery dejó de ser una galería de rostros notorios para convertirse en un espacio para cuestionar quién es digno de figurar en el relato visual de una nación. Introdujo miradas críticas, visibilizó a los más silenciados, en definitiva, amplió los márgenes de la representación. Por lo tanto, se diría que hizo bien su trabajo como historiadora del arte con responsabilidad y perspectiva de época.
Ese, al parecer, ha sido su pecado. Donald Trump la considera “demasiado partidista” por respaldar políticas de diversidad, equidad e inclusión. Dicha tríada —diversity, equity, inclusion, en inglés, DEI en siglas— se ha convertido en el nuevo enemigo del conservadurismo norteamericano, como si invitar a pensar en la pluralidad fuese una forma de adoctrinamiento y no de honestidad histórica.
El problema es profundo y no se resuelve con un cambio de dirección. Está en juego la concepción misma del museo como institución pública. Para algunos, los museos deberían limitarse a exhibir una versión neutral de la historia. Pero como advertía Michel Foucault, no existe relato que no esté atravesado por relaciones de poder. Escoger qué se muestra, cómo se narra, qué se omite y a quién se otorga protagonismo no es un gesto inocente. Y Sajet, lejos de esconderse en un supuesto apoliticismo, optó por asumir la complejidad. Como explica a menudo Jacques Rancière, toda política es estética porque afecta a la distribución de lo visible, de lo decible, de lo pensable. Así, redistribuir las imágenes es la tarea principal que llevaba a cabo la directora del museo. Algo coherente.
Pero no estamos ante un caso aislado. En Europa, las presiones sobre los museos también crecen, aunque se expresen con mayor sutileza. Las pugnas ideológicas atraviesan concursos públicos, nombramientos y adquisiciones. En Latinoamérica, donde muchos museos sobreviven con presupuestos escasos y directrices ambiguas, la tensión entre autonomía crítica y conveniencia institucional es constante. Sin embargo, hay instituciones internacionales que resisten: el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en Santiago de Chile, el Museo Reina Sofía de Madrid con su firme apuesta por la crítica social, o el MASP de São Paulo, que ha articulado colecciones con perspectiva de género y racial sin perder rigor histórico.
La salida de Sajet revela lo incómoda que resulta la mirada amplia, la que no se conforma con representar la historia sino que la interroga. Su versión del museo era, sin duda, una propuesta ambiciosa: un espacio donde el arte no adorna, sino que problematiza. Donde el retrato no consagra, sino que sitúa en contexto. Donde las imágenes no reafirman mitos sino que abren fisuras.
Es significativo que, en plena ofensiva cultural, se señale como partidista la voluntad de hacer visibles otras historias. Es una paradoja perversa ya que se tilda de ideológica cualquier apertura crítica, pero se da por neutra la hegemonía de siempre. Como si representar a los que nunca estuvieron fuese una extravagancia, y mantener el canon excluyente, un gesto técnico.
No es solo una cuestión de políticas culturales. Es una forma de entender la ciudadanía o el mundo en sí mismo. La cultura visual educa la sensibilidad colectiva, modela imaginarios, construye filiaciones. Por eso resulta tan decisivo quién tiene el poder de señalar qué se muestra. Y por eso preocupa tanto que quienes asumen esa responsabilidad desde la reflexión y la justicia simbólica acaben siendo reemplazados por gestores dóciles, obedientes a una idea empobrecida de lo que es un museo.
La National Portrait Gallery sigue exhibiendo el retrato de Donald Trump con sus impeachments, el asalto al Capitolio y una derrota electoral a sus espaldas. Nadie ha reescrito su biografía, pues lo que se plasma es la realidad. Pero parece que hoy, simplemente nombrar los hechos constituye un acto de deslealtad.
Decía Hannah Arendt que el poder comienza a desmoronarse cuando se enfrenta con la verdad. Tal vez por eso se prefiere sustituir a quien recuerda que el arte también es memoria. Y que la memoria, cuando es justa, nunca es cómoda.
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